Para entenderlo hay que empezar por conocer cómo se manejan los linfocitos T, una de las brigadas de nuestro ejército de glóbulos blancos.
Cuando los linfocitos T, en una de sus guardias, identifican un objetivo, por ejemplo una célula infectada por un virus, liberan unas proteínas adhesivas llamadas integrinas que le permiten adherirse al enemigo y, si es necesario, fulminarlo.
Todo funciona sobre ruedas siempre y cuando no interpongan en su camino unas moléculas llamadas agonistas, concretamente las prostaglandinas E2 y D2, la noradrenalina, la adrenalina y la adenosina.
Porque estos agonistas hacen que, tras reconocer al enemigo, los linfocitos T no puedan activar sus proteínas-pegamentos. Capado de esta manera, el sistema inmune no puede detener la infección. Sistema inmune 0-virus 1.
“Sabemos que hay niveles altos de estas moléculas agonistas en condiciones patológicas, como el crecimiento de tumores, la infección por malaria, la hipoxia-falta de oxígeno- y el estrés”, aclaran Stroyan Dimitrov y sus colegas de la Universidad de Tübingen, al frente del estudio.
La buena noticia es que tanto los niveles de adrenalina como los de prostaglandinas caen mientras dormimos. Y eso significa que la activación de las integrinas se dispara durante el sueño. “Hemos demostrado que dormir aumenta la eficiencia de la respuesta de las células T”, subrayan los investigadores en el último número de la revista Journal of Experimental Medicine.
No es la primera vez que la ciencia señala el sueño como terapia antiviral. Hace algo más de tres años, investigadores de la Universidad de California llegaron a la conclusión de que dormir poco multiplica por cuatro el riesgo de pillar un resfriado.
“Poco” sería, concretamente, descansar seis horas o menos. Y según explicaban los investigadores en la revista Sleep, estadísticamente predice mejor que ningún otro factor de riesgo -edad, nivel de estrés, educación o tabaco- la probabilidad de acatarrarse.
Fuente: Tecnoxplora