Hablar de la felicidad generalmente lo designan como un concepto subjetivo estrictamente personal, vinculado en la mayoría de las veces, a los logros personales, sobre todo a la acumulación de capital financiero y bienes materiales, sobre todo de lujo y alto precio.
En la era de la industrialización, se gestó la sociedad consumista, pasándose del consumo de bienes básicos para la sobrevivencia, a la adquisición de bienes suntuarios innecesarios, para simbolizar estatus de superioridad, discriminando a quienes no los pueden tener, según Adela Cortina, las compras suntuarias satisfacen necesidades falsas, o sea de estatus vinculándolas a una insatisfacción o infelicidad; dado que como lo expresa Yuval Noah Harari “los humanos rara vez se sienten satisfechos con lo que ya tienen, la reacción más común ante los logros no es la satisfacción, sino el anhelo de más” al grado que llega a la megalomanía y ambición de políticos como Trump, Bolsonaro, Salinas, Fox, Calderón y Peña Nieto, entre otros tantos.
Muchos pensadores a lo largo de la historia han concluido que la felicidad es un bien supremo, Epicuro afirmaba que dado que no hay existencia después de la muerte la “felicidad es el único propósito de la vida”, para Aristóteles la felicidad no se refiere únicamente a un estado subjetivo, sino fundamentalmente a una actividad objetiva; ya en el siglo XVIII el filósofo inglés Jeremy Bentham consideraba que el bien supremo es “la mayor felicidad para el mayor número” por lo que el único objetivo del Estado-gobierno, el mercado y la comunidad científica y tecnológica, es la felicidad global.
En 1776 en los albores de la primera revolución tecnológica los fundadores de los EU pugnaban por tres derechos fundamentales: el derecho a la vida, a la libertad y a la felicidad. La felicidad encuentra su viabilidad en un régimen democrático, donde la población no está para servir al Estado-Gobierno, sino el Estado-Gobierno está para servir a todos los habitantes de un país, según Bentham, y yo estoy de acuerdo.
En el siglo XX se estableció el PIB per cápita, para medir el grado de desarrollo y bienestar de un país, dividiendo el PIB entre el número de habitantes, lo cual es una falacia dado que no refleja la desigualdad, imagínese usted en 2018 el PIB per cápita en México, fue de 8 mil 902 dólares, considerando el precio del dólar en ese año de 20 pesos, ¿acaso usted como jefe de familia recibió 178 mil 040 pesos? ¿Cuanto ganaron los dueños de empresas, secretarios de Estado, Gerentes y todos los altos funcionarios? ¿lo mismo? Claro que no, el problema de este indicador económico es que no refleja la grave desigualdad, he ahí su inutilidad desde la óptica social.
México en 2018 ocupó el lugar número 74 de 190 países en el PIB per cápita, después de haber ocupado la posición 49 en el 2000, los primeros lugares son Luxemburgo, Suiza, y Noruega, alcanzan 114 mil, 84 mil y 82 mil dólares perca pita, muy distantes de los 8 mil de nuestros mexicanos.
En este contexto toma relevancia el concepto de Amartya Sen, “Desarrollo en libertad” basado en los criterios del Desarrollo Humano y no del ingreso generalizado, midiendo igual a los desiguales.
Está por definirse los nuevos modelos económico, porque los que se han aplicado, no resuelven los problemas actuales, por ello algunos expertos están valorando sustituir como métrica de la economía al PIB por el FIB el índice de la Felicidad Interior Bruta.
En el discurso del primer informe de gobierno del Presidente López Obrador, se destacaron los avances en materia social, aunque se mencionó la eliminación de la corrupción ésta persiste como la humedad, pero hay dos graves pendientes, la falta de crecimiento económico y la violencia, una baja dramáticamente y otra sube peligrosamente, sobre todo los feminicidios, lo peor, no se visualiza una estrategia efectiva para superar la violencia, y mientras no se considere como motor central de la economía a la investigación y al desarrollo tecnológico, apoyando a los pequeños productores manufactureros y del campo, no creceremos y seguiremos siendo dependientes de las trasnacionales. ¿no lo cree usted?