La entrada en vigor del Impuesto sobre Determinados Servicios Digitales (IDSD), o mal llamado tasa Google, ha levantado ampollas. Es natural que muchos vean en este nuevo impuesto el desarrollo de un deseo recaudador del estado que no parece encontrar límites. Si Google, Facebook o Instagram generan beneficios extraordinarios sobre actividades antes no existentes, ¿por qué no gravarles con un nuevo impuesto que sirva para recaudar? Este podría ser el argumentario de la ministra de Hacienda. Otros verán con simpatía tal figura impositiva, pues en su más íntimo ser creen a pies juntillas que este tipo de impuestos son absolutamente necesarios si ideológicamente te posicionas en la izquierda. Es habitual, pues, que la aparición de estos nuevos impuestos pueda generar un cruce de dimes y diretes en un debate intenso y de seguro muy interesante. Pero, más allá de los posicionamientos ideológicos, ¿existen algunas razones económicas que sustenten la aprobación de este tipo de impuestos?
Por supuesto que podemos encontrarlas. La cuestión, como podrán leer a continuación, es que, dada la novedad de los hechos imponibles, la imagen o figura que se pueda tener sobre la conveniencia o no del impuesto puede ser incompleta. No obstante, resulta sugerente exponer algunas razones que podrían sustentar el establecimiento de este impuesto.
En primer lugar, debemos reflexionar sobre una cuestión moral: a quién pertenece la información y quién se lucra con ella. Esta cuestión podría justificar que en el llamativo nombre del impuesto aparezca el término “determinados”. El IDSD no se aplicará a todas las grandes tecnológicas, ni siquiera a todos sus ingresos. El impuesto recaerá sobre aquellos ingresos procedentes de la explotación de los datos recogidos por la interacción de los usuarios. Estos ingresos son derivados de la actividad publicitaria que genera la explotación de dicha información. La ingente cantidad de información que crea nuestro paso por los dispositivos móviles u otras operaciones que dejan información en forma de bytes crea un valor que es, de hecho, el origen principal de los ingresos de algunas de estas multinacionales. Sin embargo, y esto es lo paradójico, dichos ingresos no parecen beneficiar, como pudiera creerse conveniente, a quienes son sus más íntimos propietarios.
Un argumento plausible y con cierta dosis de razón que iría en contra de la anterior afirmación podría ser que estas empresas se lucran con una información que cedemos voluntariamente. Al ceder nuestra información aceptando las condiciones de un uso gratuito de las aplicaciones, software o tarjeta de fidelización, estamos mostrando unas preferencias que se traducen en la valoración que hacemos de nuestra información. A partir de ahí, estas tecnológicas hacen un trabajo de explotación, dando valor a dicha masa informe de datos y creando por ello un negocio lucrativo. En consecuencia, y al fin y al cabo, son ellas las que crean el valor añadido y por ello pueden retribuirse de esto. Si esto es así, nada que objetar.
Pero según comenzamos a conocer por estudios y experimentos, existen importantes dudas de que esta cesión voluntaria esté reflejando el verdadero valor que damos a los datos que cedemos. Sabemos, por ejemplo, que cuando nuestra intimidad pueda estar siendo aprovechada, nuestro comportamiento cambia. Por ejemplo, la reacción a la noticia que afirmaba que los partidos podrían espiar nuestras preferencias políticas fue importante. Lo paradójico es que nuestro perfilado está siendo realizado desde hace tiempo y sin embargo pocos han puesto el grito en el cielo, salvo cuando sabemos que ocurre. Esto determina que el valor que damos a muestra privacidad es relativo, y por ello difícil de cuantificar. Sabemos también que existen ciertos factores psicológicos (miedo a estar desconectado, adicciones, …) o de poder de mercado que explicarían que cedemos estos datos de un modo que no podríamos considerar como voluntario. En consecuencia, si esta cesión no es tan voluntaria, podríamos comenzar a hablar de restitución de parte del valor apropiado. Y una forma obvia es a través de un impuesto. Como ven, nada es sencillo.
Nuestro perfilado está siendo realizado desde hace tiempo y, sin embargo, pocos han puesto el grito en el cielo”
Por lo tanto, una primera razón que podría justificar la implementación de un impuesto de este tipo sería la de obligar a estas tecnológicas a hacer partícipe de parte de sus ingresos a los propietarios legítimos de la información. Lo que no queda claro es si esto debería ser mediante pago individualizado a cada uno de ellos en función de su aportación o un pago global a todos nosotros, es decir, un impuesto.
Pero en este razonamiento no se acaban las posibles razones que pudieran justificar este impuesto. Por ejemplo, la explotación de esta información puede generar una serie de costes o externalidades negativas que debieran ser internalizadas del mismo modo que ya se hace hoy con otras actividades productivas. Por ejemplo, la llamada contaminación de identidad, por la que la información dejada por terceros sirva para perfilar incluso a quienes no participan de las redes precisamente, y por ejemplo, por no querer compartir su información. También genera costes medioambientales, por el consumo de recursos que supone el tratamiento de ingentes cantidades de datos. También, por el uso de aplicaciones que puedan generar adicción, etc.
En conclusión, la acumulación de beneficios y de ingresos por cierto tipo de actividades, en particular las publicitarias, derivadas del uso que todos hacemos de las redes sociales, en pocas empresas genera un debate sobre si deben o no pagar ciertos impuestos y sobre las razones que lo justificarían. Es un campo novedoso de análisis, pero muy sugerente. Existen, evidentemente, razones que justificaría que no se pagaran de igual modo que, como he expuesto, existen otras que sí lo justifican. Tenemos pues material para un debate que ya puede huir de los meros posicionamientos ideológicos.
Fuente: Retina El Pais