Cuando la evolución nos expulsa del Paraíso, donde el fruto lo teníamos al alcance de la mano, las hojas de los árboles nos daban sombra y la altura de sus ramas, protección, comenzamos a caminar errantes por un territorio inhóspito, a la intemperie. Pero nos dotó con dos sentidos bien coordinados para la supervivencia durante nuestro viaje evolutivo: la audición y la vista.
Con el oído y sus eficaces orejas el entorno sonoro es esférico. Y el sonido tiene una carga emocional intensa, pues es vital reaccionar rápidamente a cualquier señal, venga de donde venga, bien porque sea amenazante o porque signifique una oportunidad, por ejemplo, de caza (para nosotros, que hemos pasado la mayor parte de nuestra existencia en busca de presas). Cuando el sonido ha despertado la atención, la vista, que solo percibe lo que tiene delante (medio mundo), se mueve en busca de la localización y comprobación del sonido que nos ha impresionado. Así que movemos nuestra cabeza sin cesar para focalizar la visión, mirada, casi con parecida insistencia que la cabeza de un pájaro para el sonido.
El sonido es envolvente, pero para ver el mundo hay que ponerse delante de él.
Estas condiciones naturales que nos han traído hasta aquí se expresan de manera muy significativa en nuestro mundo tecnológico, sobrecargado de señales sonoras y visuales. Hasta ahora, el escenario en el que pasaba nuestra vida era calmado, poco cambiante: el árbol, la montaña, el camino… permanecían ahí, y los sucesos no se agolpaban, no eran abundantes. Los sonidos eran los del entorno natural y los del quehacer cotidiano.
Hoy el entorno es caleidoscópico, donde los espejos son las pantallas. Y, sin embargo, tenemos para verlo los mismos ojos que cuando echamos a andar por los espacios dilatados de la sabana. Así que no dejamos de moverlos para responder a tanto estímulo visual. Esto supone dificultad para fijar la atención. Y como hay tanto que mirar, para mantener la atención dentro del marco de una pantalla y que no se derrame tienen que suceder en ella muchas cosas y que sus imágenes pasen con gran rapidez. Es decir, para que no muevas la cabeza en busca de otras visiones, muevo sin cesar lo que está delante de ti. Pero en el fondo se produce una inquietud agotadora de la atención.
Quizá nos espere pronto un mundo digital expresado en una proporción significativa a través de la palabra hablada”
En los procesos educativos se viene mostrando de manera bien patente esta dificultad de concentración. Y los vídeos, que parecía que serían eficaces atractores de la atención, necesitan reducir su duración para evitar que se corten sin concluir o, incluso, se acelere su velocidad de reproducción para terminar antes. También la quietud y extensión de la página resultan insoportables. Sin embargo, parece que este desmenuzamiento del discurso no sucede para, por ejemplo, los pódcast. En ellos el tiempo no corre en contra del mantenimiento de la atención. La palabra hablada, la narración oral, consiguen prender la atención durante mucho más tiempo que el que pueden la pantalla o la página, en las condiciones actuales de sobreinformación. Y es que el sonido emociona (desde su función primigenia de supervivencia), y la emoción es la que sujeta la atención.
La palabra hablada deja que los ojos no se despeguen del lugar en el que estás, porque no se pone delante de ti, sino junto a ti. Camina a tu lado mientras tus ojos exploran el entorno y la mirada proporciona la sensación de presencia. Puedes cerrar los ojos y el mundo no se apaga, porque siguen brotando las imágenes que provoca la emoción del sonido de la palabra. Puedes igualmente dejar la mirada, sin perderla, sobre una hoja en blanco e iluminarla con trazos que sugieren lo que estás escuchando.
El exuberante mundo digital se nos está mostrando a través del caleidoscopio de la pantalla, y nos ha hecho seres con una prótesis adherida que reclama contantemente nuestra mirada y nuestras manos, difuminando la sensación de presencia del lugar en el que nos encontramos. Pero quizá nos espere pronto un mundo digital expresado en una proporción significativa a través de la palabra hablada, que nos deje en nuestro lugar, porque no se pondrá continuamente delante de nosotros, sino a nuestro lado.
Queda, no obstante, una gran tarea por delante, pues nuestra capacidad de comunicar con la palabra hablada (para interrogar, expresar y narrar, y para escuchar) está mermada y se necesita, por tanto, revitalizarla desde la escuela. Y esta necesidad aprieta, porque la evolución tecnológica que ha creado tal descompensación apunta a la vez hacia una oralidad digital, que hasta hace poco era insospechada.
Fuente: Retina El Pais