Los nanosatélites de Planet envían imágenes a la Tierra cada dos órbitas (tres horas). Un píxel equivale a 3×3 metros. Tienen una vida de entre tres y cinco años, después se desintegran. Eso permite que su tecnología no se quede obsoleta (como sucede con muchos satélites convencionales). En la foto, impacto de la deforestación a cargo de mineros ilegales en el Amazonas peruano. La revolución de los nanosatélites dispara las aplicaciones civiles de la observación terráquea. La agricultura y la protección del medio ambiente están entre los beneficiados.
Dicen que contemplar la Tierra desde el espacio provoca cambios cognitivos de la conciencia. Visto todo desde allá arriba, realidades tan tozudas como las fronteras o los conflictos armados dejan de tener sentido. Abrumado por el silencio y el espectáculo visual, el astronauta experimenta una extraña sensación de comunión con toda la humanidad; se siente parte de una sociedad planetaria. Cuando vuelve a casa ya no es el mismo: de repente quiere proteger como sea esa roca azul.
Este cambio de chip, confirmado por varios cosmonautas y descrito por Frank White en 1987 en The overview effect, se ha bautizado como efecto perspectiva. Cuidar del medio ambiente, o lo que es lo mismo, de la salud del planeta, pasa a ser la prioridad de quienes lo experimentan.
Los avances en la observación espacial están permitiendo que todos, salvando las distancias, podamos compartir algo parecido al efecto perspectiva. Ya podíamos escrutar el globo casi palmo a palmo, por ejemplo usando Google Maps. La novedad es que, gracias a los últimos sistemas satelitales, esa foto planetaria se actualiza casi a diario.
Esto supone un antes y un después para los científicos que estudian el medio ambiente. Ahora pueden visualizar los estragos que causa la minería descontrolada en un punto concreto de la ribera peruana del Amazonas y determinar el terreno que se va deforestando. También pueden captar la magnitud de las sequías (y lluvias torrenciales) midiendo la evolución de distintos embalses, o hacer lo mismo con el deshielo del casquete polar. Son capaces de calibrar los efectos de las grandes avalanchas que de repente anegan kilómetros de terreno en el Tíbet y de cuantificar los corrimientos de tierra que provocan los fenómenos geológicos. Todo eso es posible gracias a los nanosatélites. Mucho más baratos de producir y enviar al espacio que los convencionales, han llegado para imprimirle dinamismo a la vigilancia del planeta.
El futuro era una caja de zapatos
Los nanosatélites de Iceye miden menos de un metro antes de desplegar la antena. Los Dove de Planet (en la imagen), unos 40 cm: son una especie de caja de zapatos con una cámara y un disco duro de medio terabyte. Ya en órbita, extiende otros 80 cm de paneles solares. Los componentes con los que está hecho (carcasa, bisagras, juntas…) se pueden adquirir por Amazon. La parte cara está en las lentes y los sistemas de transmisión. Algunos modelos cuentan con un radar de apertura sintética (SAR), lo que les permite tomar fotografías de noche o en entornos nublados.
Copérnico es el mayor sistema de observación del mundo, un ambicioso proyecto puesto en marcha por la Agencia Espacial Europea (ESA) junto con la UE en 1998. Con un presupuesto de unos 7.000 millones de euros hasta 2020, el objetivo de esta iniciativa es “proporcionar información precisa, actualizada y de fácil acceso para mejorar la gestión del medio ambiente, comprender y mitigar los efectos del cambio climático y garantizar la seguridad ciudadana”, según reza la web. “Con nuestro sistema de satélites obtenemos una foto completa del mundo en una semana. Los nanosatélites, en cambio, son capaces de hacerlo en un día o dos”, reconoce Josef Aschbacher, director de los programas de monitorización terráquea de la ESA. La diferencia, por supuesto, está en la calidad. Nadie, ni la NASA, es capaz de igualar el nivel de detalle de las fotografías del programa Copérnico, a las que recurren hasta Google o Amazon.
“Comparar la resolución de nuestras instantáneas con las que obtiene Copérnico es como comparar las que saca la cámara de un móvil malo con las de una DSLR profesional”, ilustra Rafal Modrzewski, CEO de Iceye. Esta startup finlandesa ha logrado este año, tras tres de investigación y luego de levantar 20 millones a inversores de Silicon Valley, poner en órbita sus primeros nanosatélites de observación. “Nuestro objetivo es que los científicos tengan herramientas reales para medir qué le está pasando al planeta”, apunta este joven polaco afincado en Helsinki.
La constelación de aparatos que tienen en órbita se usa también para detectar buques de pesca ilegales y hasta para encontrar barcos de refugiados en el Mediterráneo. “¿Cómo sería posible ver eso si el satélite pasa solo una vez cada tres días sobre el mismo punto?”, se pregunta Modrzewski.
Ese es el valor añadido de los nanosatélites: al desplegarse en gran número, peinan la Tierra en mucho menos tiempo. Su resolución es menor, pero son muy eficientes. De ahí que tanto la industria como las instituciones confíen en la complementariedad de los aparatos grandes y los pequeños para seguir escrutando el mundo. “La UE invertirá en el espacio unos 12.000 millones en los próximos siete años. Tenga en cuenta que cada euro dedicado al sector aeroespacial tiene un impacto en el PIB de 8 euros”, señala Tomasz Husak, jefe de gabinete de la comisaria europea de Mercado Interior, Industria y Emprendimiento, la polaca Elżbieta Bieńkowska.
Una flotilla de nanosatélites
Los nanosatélites Dove viajan a más de 8 kilómetros por segundo, aunque, si se sigue su trayectoria en el mapa, parece que no se muevan. Uno de los dos técnicos que habitan permanentemente la sala de control de Planet en sus oficinas de Berlín desmitifica su cometido: los números que muestran las pantallas indican las temperaturas (no conviene que las baterías estén frías o calientes) y las corrientes (pueden alterar la trayectoria de los aparatos). Poco más. “No hay mucha magia”, confiesa. “Para cambiar de órbita un satélite solo hay que introducir tres o cuatro números en este ordenador”.
“La idea es crear un ecosistema para el desarrollo de la industria y el aprovechamiento de los datos recogidos por Copérnico y el resto de satélites”, resume Husak. En Europa hay en torno a 450 empresas dedicadas de una u otra forma a la observación terráquea; el 63% tiene menos de 10 empleados y el 96% menos de 50.
- La era de los nanosatélites
Tienen el tamaño de una caja de zapatos, cuando un satélite convencional equivale aproximadamente a un camión. Colocarlos en el espacio cuesta “un par de millones de euros”, mientras que el coste de enviar los grandes se mide en centenares de millones. Y, además, en el lugar que ocupa uno estándar (unos 12 metros y al menos dos toneladas de peso) cabe una flotilla de nanosatélites. La firma americana Planet, fundada en 2010 por tres científicos de la NASA, lanzó 48 minisatélites Dove a bordo de un solo cohete Soyuz. En una demostración de fuerza, grabó el despegue y la trayectoria del aparato con su propia red de nanosatélites (ya tiene unos 200 en órbita), lo que aporta una perspectiva pocas veces vista.
“Creo que nuestra empresa y otras competidoras estamos democratizando la observación terrestre. Los nanosatélites permiten crear productos para sectores que quizá nunca pensaron que recurrirían a imágenes tomadas desde el espacio”, espeta Robbie Schingler, cofundador y director de estrategia de Planet, en la sede europea de la firma, en Berlín. “La agricultura de precisión ya se ha interesado en nosotros: nuestras herramientas permiten hacer un seguimiento exhaustivo de los grandes cultivos. También estamos trabajando con algunas compañías de seguros que quieren usar nuestra información para valorar los riesgos de determinadas zonas antes de cerrar las pólizas o para analizar el antes y el después de unas inundaciones”.
Hay muchas aplicaciones más. Algunos Estados contratan el suministro puntual de imágenes por satélite para conocer con exactitud el alcance de un derrame de petróleo en el mar. La frecuencia con que se toman fotografías desde el espacio permite incluso medir actividades humanas, tales como la cantidad de contenedores que se han movido en un día en un puerto de carga o hasta cuántos coches hay en un parking. Las imágenes satelitales ya se usan también para detectar en qué zonas conviene desplegar más ayuda tras un huracán o qué partes de una ciudad azotada por la guerra siguen en pie tras un bombardeo.
Recoger las instantáneas es una parte del viaje: la otra es procesarlas. Planet comercializa un servicio que combina la visualización de fotografías (sus nanosatélites obtienen 1,5 millones al día) con el big data. Los análisis de la compañía aplican algoritmos a las secuencias de imágenes que obtienen, de modo que se pueden generar alertas automáticas, por ejemplo, si se detecta un brote de plaga en un cultivo. Incluso van un paso más allá y, sirviéndose del deep learning, ofrecen predicciones a ocho años sobre cómo puede evolucionar un terreno teniendo en cuenta el comportamiento registrado con anterioridad. Observación terráquea e inteligencia artificial: ese es el cóctel estrella de la nueva carrera espacial.
Fuente: El Pais Retina
Por Manuel G. Pascual