Creer que vives en una mentira, que realmente no vales para trabajar en tu puesto… y vivir con miedo a que algún día alguien se dé cuenta. Estos son algunos de los pensamientos en los que se sustenta lo que los psicólogos llaman el síndrome del impostor. Miles de personas tienen la sensación de estar fuera de lugar en su puesto de trabajo aunque tengan la formación adecuada. Y la mayoría ni siquiera son conscientes: simplemente, se sienten un fraude. Además de trabajar la inseguridad y el perfeccionismo, la solución pasa por comportarte como si fueras bueno en tu trabajo hasta convencerte de que realmente se te ha dado bien todo el tiempo.
A pesar de haber demostrado su competencia en el día a día, las personas que sufren el síndrome del impostor están convencidas de que no merecen el puesto que tienen o el éxito que han conseguido. Cuando les va bien, piensan que es cuestión de suerte o coincidencia. Les cuesta trabajo creer en su talento y sienten que engañan a todo el mundo. Aunque quien más quien menos ha sentido miedo al afrontar un nuevo reto —según un estudio reciente de Vantage Hill Partners, ser considerado incompetente es la tercera preocupación más común entre ejecutivos—, hay personas con predisposición a convertir esas sensaciones en algo habitual. Especialmente, aquellas que tienen una autoestima baja y la necesidad de la aprobación de los demás. También es más probable que sufras este síndrome si eres poco tolerante a la frustración o muy perfeccionista.
Esta sensación de inseguridad continua afecta a las carreras profesionales. “Pensar que no eres capaz de algo te hace más conservador, por eso es raro que se arriesguen o pidan aumentos de sueldo y ascensos”, explica la psicóloga laboral Elisa Sánchez. “Así que es habitual que trabajen por debajo de su potencial. Se conforman”. Adoptar esta actitud facilita que se estanquen y, probablemente, que cobren menos de lo que merecerían. Sánchez asegura que también es habitual que “tengan mucha dedicación al trabajo, sientan culpa relacionada con la autoexigencia, tapen sus debilidades y consideren un problema sus imperfecciones”.
Todos estos pensamientos se manifiestan sobre todo cuando se tienen que enfrentar a un nuevo reto o puesto de trabajo. Esto es exactamente lo que le pasó a la psicóloga social Amy Cuddy con una de sus alumnas de Harvard. Al final del curso, una estudiante que no había hablado nunca en clase acudió a su despacho. “La participación era muy importante y yo le había dicho que tenía que tomar partido durante las clases o acabaría suspendiendo. Entonces un día vino a verme y, totalmente derrotada, me dijo: ‘Yo no debería estar aquí”, explica Cuddy durante una charla TED. La profesora le dijo que si podía comportarse como una alumna más, podría lograrlo, podría creerse que se merecía estar allí. La animó a levantar la mano convencida de que los demás tenían que escucharla. Y funcionó.
La profesora sabía de qué hablaba porque ella misma había pasado por eso y había decidido dedicar su vida a estudiar ese fenómeno. Cuando tenía 19 años tuvo un accidente de tráfico muy grave que hizo que su cociente intelectual disminuyera. La apartaron de la universidad. “Me decían que no sería capaz de terminar la carrera”, explica Cuddy. “Me sentía impotente y me esforcé y trabajé hasta que finalmente me gradué, aunque me costó cuatro años más que a mis compañeros”. Al terminar la carrera, después de todo lo que había pasado, llegó a su trabajo con la idea de que no debía estar allí. El día anterior a la primera charla que tuvo que dar, sentía tanto miedo que quiso dimitir. Pero su jefa lo tenía claro: “Vas a fingir. Vas a hacer todas las charlas que te pidan aunque te aterre o te paralice, hasta que llegue el momento en que digas: lo estoy logrando”. Y lo hizo. El método funcionaba y decidió estudiar cómo era posible.
Parecer poderoso para serlo
Los sociólogos han invertido mucho tiempo en estudiar cómo afecta nuestro lenguaje corporal a lo que los demás perciben de nosotros. Pero, ¿nuestra forma de comportarnos condiciona también lo que pensamos y sentimos de nosotros mismos? Esto significaría que sonreímos cuando nos sentimos felices pero que también podemos sentirnos felices si sonreímos en primer lugar. Es algo bidireccional entre la mente y el cuerpo. Y hay pruebas para pensar que es así.
Amy Cuddy y Dana Carney (Universidad de Berkeley) quisieron saber si que las personas se comporten como si fueran poderosas las lleva a conseguir lo que quieren. Utilizaron esta variable porque era fácil de medir. Las personas con poder tienden a ocupar más espacio cuando se sientan a negociar. También son más contundentes, levantan la cabeza y miran sin miedo. Pidieron a varios voluntarios que adoptaran estas posturas durante dos minutos antes de entrar a una entrevista de trabajo simulada. Al resto, les pidieron que fueran a la entrevista sin más.
Los seleccionadores eligieron en un 76% de los casos a los que se habían comportado como personas poderosas antes de la entrevista. Así, llegaron a la conclusión de que lo que hacemos con el cuerpo afecta a nuestra forma de pensar, que tus pensamientos influyen en tu comportamiento y que este condiciona el resultado. “Mi consejo es que, antes de una situación estresante, imiten el comportamiento de alguien poderoso. Que, durante dos minutos, abran los brazos y ocupen todo el espacio posible”, señala Cuddy.
Pero no es la única forma. Hay otras técnicas para engañar al síndrome del impostor. Andy Molinsky, profesor de gestión internacional y comportamientos organizacionales, recomienda ser consciente de los beneficios que supone ser principiante. “Puede plantear preguntas que no se le han ocurrido a nadie o enfocar los problemas desde un punto de vista diferente”, asegura. Y recalca la importancia de tomar perspectiva: mira a tu alrededor, no eres el único que se siente un fraude. Todos siguen con su trabajo. Y no pasa nada.
Fuente: EL Pais Retina