Creo firmemente que disfrutamos más de las aplicaciones y plataformas digitales quienes nacimos en el pleistoceno informático que aquellas generaciones que dan por descontadas estas tecnologías, porque sencillamente existen desde que tienen uso de razón.
Es gracias a dichas plataformas y aplicaciones que personas de todo el mundo han recuperado un poco su capacidad para hacer comercio y dirimir diferentes transacciones con la menor intervención del Estado posible.
Pongamos por ejemplo nuestra manera de vacacionar: hoy día lo más sencillo y barato es escoger y alquilar una casa en el destino turístico de nuestra elección. Y un sinfín de particulares está ofreciendo ahora mismo cualquier cantidad de inmuebles para dicho propósito.
Es a través de una aplicación o sitio web que usted y esa persona con casa en Vancouver –ambos particulares– ultiman los detalles de la transacción y efectúan el pago/cobro correspondiente, con la ventaja de que al final de su experiencia, tanto cliente como ofertante, se evaluarán mutuamente.
El sitio que aloja la plataforma para este intercambio, digamos Airbnb.com, cobra su comisión y todos contentos.
Pasa lo mismo con las plataformas de transporte como Uber, que fue concebida como un facilitador entre dos particulares: uno con un coche y otro con la necesidad de trasladarse a alguna parte.
Incluso la transmisión de contenidos de entretenimiento se apega a este mismo principio: llámese Netflix, Amazon Prime, Hulu –qué sé yo–, su gran novedad es poner a nuestra disposición producciones –películas, series y demás– sin tener que esperar a que un paquidérmico y burocrático Gobierno les otorgue una concesión de radio o un canal de televisión.
Nuevamente hablamos del hermoso apareamiento entre la oferta y la demanda, lejos de la metichona mirada del Estado.
Aunque por supuesto, a nadie le gusta quedar excluido y menos a los Gobiernos que tradicionalmente certifican, avalan, autorizan y gravan todas nuestras actividades.
Restarles injerencia a los Gobiernos es quitarles poder. Las concesiones de radio y tv de las que hablamos fueron la rienda que le dio al Estado control total sobre la comunicación de masas durante el siglo 20. Y de este amasiato entre poder y medios nacieron verdaderos imperios de corrupción, decadencia e impunidad, como Televisa y –toda proporción guardada– en el ámbito local, el grupo RCG.
Siendo el Gobierno sólo un intermediario que encarece y burocratiza los servicios sin que garantice su calidad o la protección al usuario –ni siquiera regula debidamente los precios–, que sólo constituye un obstáculo para su modernización y que propicia la creación de grupos de influencia, es lógico que el individuo se decantará por una mejor opción en cuanto aparezca. Y curiosamente ésta apareció en cuanto adquirimos un poco de autonomía comercial por la vía tecnológica.
Moderna es la sociedad que funciona eficientemente con la mínima intromisión del Estado y por oposición una sociedad atrasada es aquella en la que todo pasa por una dependencia, por una ventanilla, por un escritorio, por una firma y un sello oficial.
El Estado, sin embargo, es un emporio de monopolios muy celoso de sus prerrogativas.
La 4T, esa hada madrina que cada día se parece más a la madrastra de la que se supone nos había venido a rescatar, anunció a través de la Secretaría de Hacienda que la miscelánea fiscal para 2020 contempla el cobro de impuestos a las plataformas digitales que ofrecen productos y servicios, como la transmisión de contenidos –audio y video–, los de transporte y los de alojamiento.
Yo no estoy en contra de que empresas como Uber, Netflix o Airbnb –y todas sus similares y competidoras– paguen impuestos. ¡Ojo! Claro que deben reportarse con el fisco en sus respectivos países de origen así como en cada nación en la que cobran por su servicio, que es sólo la plataforma que ponen a disposición y funciona como enlace, no así el transporte o el hospedaje, esos ya son un arreglo entre particulares.
Pero imponer un gravamen sobre un intercambio entre ciudadanos libres y soberanos en el que el Estado no participa, ni interviene, ni ayuda, ni aporta, ni contribuye –y que es precisamente por ello que medio funciona bien–, no sólo es un error, también es sintomático de la visión antediluviana de la Cuarta y de sus paradigmas enclavados en la era en que los dinosaurios reinaban sobre México y que parecen tanto añorar.
Fuente:
La Vanguardia. (2019, 12 septiembre). Apps y 4T. Recuperado 13 septiembre, 2019, de https://vanguardia.com.mx/articulo/apps-y-4t