La clave de la biología, al más fundamental de sus múltiples niveles jerárquicos, es el reconocimiento específico entre moléculas: entre
formas complementarias que se ajustan una a la otra como las dos mitades de una hoja de periódico rasgada. Un receptor de la membrana celular sabe distinguir la molécula correcta entre un barullo de otras moléculas tan parecidas a ella que desafiarían la pericia de un químico orgánico. Los anticuerpos que nos defienden de la infección distinguen una proteína del agente infeccioso entre los millones de proteínas existentes, e incluso entre los billones y trillones que podrían existir. La reina de la especificidad biológica, sin embargo, es la secuencia de ADN (o de su primo el ARN).
Lee en Materia cómo los científicos han aprovechado la complementariedad entre textos genéticos, la reina de la interacción específica entre moléculas, para generar el mayor avance científico de 2018, según la revista ‘
Science’: el conjunto de técnicas genéticas que nos permite ahora estudiar los seres vivos célula a célula, con una precisión casi total. Y sabiendo los genes que están activos en cada una de ellas.
No se trata solo de un prodigio técnico (que lo es), sino que ha empezado a generar un chorro de datos insospechados. Por ejemplo, el número de tipos celulares del cuerpo humano se acerca más a 30.000 que a los magros 3.000 que suponíamos hasta ahora. La investigación de solo unos pocos ha revelado ya una nueva clase de células que median entre el útero y la placenta, con efectos fundamentales sobre la aceptación o el rechazo inmunológico entre madre y feto. Es solo un aperitivo de lo que vendrá, pues aun quedan otros 27.000 nuevos tipos celulares por analizar. El “Google Maps del cuerpo humano”, lo llama el científico de Barcelona Holger Heyn. Ves todo el planeta, haces zoom y te cuelas en mi habitación. O en cada una de mis células.
El Google Maps del cuerpo humano ha ganado incluso en un año difícil (un año bueno para la ciencia), con unos competidores de mucho impacto. Uno de ellos es el descubrimiento de un híbrido humano de primera generación: una niña siberiana de hace 50.000 años que era hija de madre neandertal y padre denisovano, la misteriosa especie que por entonces dominaba Asia, y a la que solo conocemos por su genoma y media docena de astillas óseas. Los genetistas ya sabían que los humanos modernos que salían por entonces de África (el Homo sapiens) se habían cruzado con los neandertales en Europa y con los denisovanos en Asia. Pero ninguno de ellos, ni en sus mejores sueños, había esperado encontrar una niña híbrida de primera generación, aunque en este caso sea entre neandertal y denisovano. O aquellos eran tiempos de pocos escrúpulos raciales, o más de un denisovano va a quedar para la prehistoria como un violador.
Otros avances del año son menos conocidos, pero casi más asombrosos. Uno es el papel esencial, del que no teníamos ni idea hasta hace poco, de las gotitas (droplets) que forma cada proteína en el interior de nuestras células, una especie de naves intracelulares que las reparten por todo el espacio en unas concentraciones enormes, en comparación con lo que podrían hacer las proteínas sueltas por el citoplasma. Estas gotitas deben ser muy antiguas e importantes, puesto que hoy están implicadas en la lógica más fundamental de la célula viva, sus mecanismos de gestión de la información.
Y en 2018 ha habido mucho más.