Lo salvaje ha entrado en el laboratorio, como dirían los científicos y divulgadores Jerome Ravetz y Silvio Funtowicz. Si los beneficios basados en la tecnología tienen que ser disfrutados por toda la humanidad, el planeta no podrá soportar la explotación que esto acarreará. Aplicaciones positivas de la ciencia han acabado abriendo una discusión sobre la equidad que es tan urgente que ocupa un número creciente de horas en la política internacional. Los problemas ambientales son muy distintos de los conflictos científicos tradicionales. Las nuevas teorías no nos proveen de herramientas para el control de la ciencia física clásica, más bien desbrozan el camino a una nueva concepción, en la que el conocimiento y la ignorancia interactúan de manera creativa.
Para los profesores de la Stanford University (Estados Unidos) Antero Garcia, Lynne Zummo y Emma Gargroetzi, los aspectos sociales de la ciencia están transformándose en la medida en que sus practicantes están perdiendo el carácter de expertos exclusivos. Fuera del laboratorio, científicos y tecnólogos contribuyen con su saber especial al diálogo político sobre los retos globales, que se entabla y se mantiene con otros actores, igualmente legitimados. En la evaluación de los riesgos acumulativos, la incertidumbre devora el conocimiento, que siempre quedará supeditado al peso de la prueba, los principios de la prudencia y los límites éticos, agregan desde el Reino Unido los investigadores Hugh Willmott (City University) y Emma Bell (Open University).
Episodios de transformación como los relacionados con figuras como Galileo Galilei, Charles Darwin o Albert Einstein se referían a la teoría, al reino de las ideas. Sin embargo, las amenazas actuales afectan a la supervivencia de la humanidad. Por ello, los desafíos ya no son los convencionales —conquistar la verdad—, sino que, en palabras de Funtowicz y Ravetz, reflejan la necesidad de alcanzar una cierta armonía con la naturaleza. El crecimiento de la población humana es asimétrico, lo que crea diferencias notables entre ricos y pobres, ciudades y campo…
Este movimiento desigual se paga con energía y degradación ambiental. La ciudad, un logro histórico y social, genera disfunciones en el ecosistema: la explotación del entorno para la industria, la contaminación, la modificación del clima, etc. La pandemia del coronavirus ha puesto en crisis estas capitales: con una mayor densidad, la probabilidad de contagio era mayor allí. Y las medidas de confinamiento han resultado más duras donde había menos posibilidades de mantener una distancia de seguridad.
Como señalan Johannes M. Dijkstra y Keiichiro Hashimoto, de la Fujita Health University (Japón), el ritmo en el aumento de la población mundial, que previsiblemente no se verá afectado por la Covid-19, es preocupante. La tasa de mortalidad ha disminuido en pocos siglos gracias a la medicina, la sanidad, la higiene… La natalidad ha experimentado otro descenso, pero menos acusado. El crecimiento, pues, ha sido logarítmico, propio de los organismos que (todavía) no se encuentran limitados por los recursos de los que dependen. Esto no se puede mantener para siempre.
Por mucho que hayan avanzado la ciencia y la tecnología, estos recursos no son infinitos, tanto si se considera estrictamente los alimentarios como si también se tiene en cuenta los energéticos. El auge de la ciudad se ha producido tradicionalmente a expensas del campo inmediato. La aceleración de la tendencia a la urbanización se derivaba de unos estilos de vida en los que las distancias y los gastos no eran un problema, al menos, en el primer mundo. El cierre de las fronteras de los países, las regiones y las ciudades por el virus rompió, al menos momentáneamente, esta lógica. Por ello, entre enero y abril de 2020, las búsquedas de fincas rústicas y chalés en el portal español Fotocasa desde España se incrementaron un 46% y un 36%, respectivamente.
Fuente: La Vaguardia
https://www.lavanguardia.com/tecnologia/20210329/6607685/ciencia-tecnologia-mas-coronavirus.html