Nos gusta creer que controlamos las tecnologías que hemos puesto en circulación. Nos engañamos. Afectan a nuestras vidas de maneras que a menudo se nos escapan y, en el caso de la inteligencia artificial, ni siquiera entendemos. “La tecnología se disfraza de progreso incuestionable”, sostuvo hace poco en una conversación a tres bandas en Linkedin el diseñador Alberto Barreiro. “Y esto es precisamente lo que la hace tan peligrosa”.
Filósofos e intelectuales piden continuamente un debate ético sobre el futuro que estamos creando a toda velocidad. ¿Estamos asegurando el progreso de la humanidad? ¿No parece más bien que avanzamos tecnológicamente simplemente porque podemos? Cuesta pensar que pueda haber un poder que asegure que IA, big data, redes sociales o plataformas colaborativas nos estén acercando hacia fines benignos. En primer lugar, porque ni siquiera somos capaces de ponernos de acuerdo sobre qué es benigno y qué no.
Ni siquiera sabemos si existe el progreso en realidad. Sabemos que la tecnología avanza porque una innovación se basa en la anterior. Pero, ¿se aplica esto al progreso? ¿Y si la civilización, como dice el filósofo John N. Gray, no es un estado permanente, sino algo gaseoso que puede retroceder rápidamente en épocas de crisis (es decir, lo que estamos viviendo ahora…)?
Entonces, la tecnología no sería avance, sino la herramienta útil que serviría para adormecernos, manipularnos y controlarnos. Y a eso difícilmente se le puede llamar progreso.
Fuente: Retina El Pais