Hace solamente unos años, Venezuela era el país de América Latina que, después de Argentina, parecía estar mejor situado o reunir las mejores condiciones para convertirse en una economía desarrollada. Por esa época era muy agradable ir a Caracas. El campus de la Universidad Central de Venezuela o el teatro Teresa Carreño eran instalaciones de veras envidiables. La sensación era la de una sociedad y una economía que darían el salto.
PDVSA (Petróleos de Venezuela S. A.) se convirtió en una gigantesca petrolera, con algunos desarrollos industriales, comercialización y ciertas capacidades tecnológicas en la exploración y producción de petróleo. Tanto así que ingenieros venezolanos hicieron posible la explotación de Campo Rubiales en Colombia.
Pero parece que todos los factores que tenía Venezuela a su favor no fueron suficientes. Hace medio siglo empezó a gestarse la crisis que hoy padece ese país. El problema comenzó cuando los gigantescos ingresos petroleros y la consecuente transformación de la estructura productiva no fueron acompañados de inversiones en infraestructura y capital humano.
También vinieron los desmanes y la corrupción rampante del Copei (Partido Socialcristiano), del AD (Partido Acción Democrática) y de una clase dirigente que se lucró indebidamente de la riqueza energética, pues se evaporaron miles de millones de dólares.
El país se modernizó relativamente pero no avanzó. Más bien, la economía venezolana se estancó y se acostumbró a la facilidad de la renta petrolera, creyendo que las enormes reservas serían eternas y que bastaba con diversificarse en algunos negocios de la cadena productiva.
Después llegó Chávez, quien, al igual que los gobiernos anteriores, prometió transformar la matriz productiva. Pero tras el intento de golpe de Estado, su discurso se radicalizó, al igual que el de la oposición, y ese país cayó de nuevo en la trampa de las rentas petroleras. Cuando Chávez murió, el gobierno quedó en manos de Maduro y nada ha mejorado.
Al cabo de tantos años, Venezuela debió desarrollar ciencia y tecnología –como lo hizo Brasil– para explorar y extraer petróleo en aguas profundas, crear unas industrias pesadas y, luego, invertir en nuevas actividades según cambiaba el paradigma tecnológico. Pero no lo hizo.
Hoy, el país está preso del más absurdo modelo económico que pueda imaginarse. Venezuela es uno de los peores desastres en la historia económica contemporánea (basta con mirar su tasa de inflación). Cada vez tiene menos petróleo para vender porque las capacidades de extracción se han deteriorado, debido a que no desarrolló una industria estratégica de bienes de capital.
La debacle estructural e institucional que vive Venezuela no parece tener salida fácil, porque quienes están en la oposición son los mismos que gestaron la hecatombe.
Tampoco el populismo de Maduro es capaz de enderezar el camino, y el país ha perdido buena parte de su recurso intelectual, que era muy bueno, en el exilio.
Finalmente, Venezuela está a merced de la disputa geopolítica entre Estados Unidos, Rusia y China, muriendo lentamente en medio de un mar de riqueza.
UNA ECONOMÍA ADOLESCENTE
Aunque no ha tenido tanto petróleo como Venezuela, Colombia también ha disfrutado una bonanza petrolera de la cual aún recibe sus principales ingresos por exportaciones. Hoy, esa bonanza pretende prolongarse mediante el ‘fracking’, sin importar sus irreversibles impactos ambientales en tiempos de destrucción climática.
Ecopetrol está lejos de ser una empresa en la frontera tecnológica. Con dificultades de todo tipo, incluida la investigación penal por el caso de corrupción más grande de la historia de este país, logró construir Reficar y con mucho atraso moderniza la refinería de Barrancabermeja. Sin embargo, el Gobierno quiere vender otros activos de la cadena petroquímica para aliviar sus penurias fiscales.
Ecopetrol se ha convertido en la caja mayor para cubrir los gastos de funcionamiento del Estado, cuando debería ser la fuente de recursos para desarrollar y transformar el sistema productivo nacional. La bonanza petrolera –y, en general, la bonanza minero-energética, que en Colombia incluye oro y carbón– se debió invertir en el avance de sectores como ciencia, tecnología, educación e industrias de alta tecnología.
La fracción de las regalías que hemos logrado destinar a estas actividades ha sido bastante malgastada. Otro problema consiste en el desenfoque de las prioridades de nuestra política tecnológica. Colombia insiste en las TIC como una especialización para el desarrollo de aplicaciones digitales, lo cual es muy bueno, pero no es suficiente para aumentar la diversidad y acelerar la innovación.
No les hemos apostado a las industrias inteligentes, empezando por la electrónica y otras como la aeronáutica, la farmacéutica, los sistemas de movilidad, las energías alternativas o los nuevos materiales. Comenzamos apenas a coquetear con las industrias 4.0. Un futuro económico mejor no puede limitarse a la existencia de unidades de comercialización de las multinacionales en nuestro territorio. Hay que crear industria y atraer inversión en plantas de producción y en centros de investigación. Hay que desarrollar un sistema complejo de industrias y servicios inteligentes.
BUENOS EJEMPLOS, PERO…
Emprendimientos como Rappi y Nubank –que nació en Medellín pero opera en Brasil– son importantes e inspiradores, pero insuficientes para transformar la plataforma nacional de producción para elevar la productividad. Ejemplos mundiales –como el de Silicon Valley en California y demás Silicon Valleys esparcidos por el mundo– demuestran que también es necesario desarrollar industrias de hardware –o inteligentes– para poder multiplicar y sofisticar los negocios digitales.
Un mejor ejemplo es una empresa emergente llamada Kiwi, creada por colombianos, con sede en Medellín y también en Stanford y en China. Es la versión 4.0 de la mensajería robotizada, es decir, la integración de electrónica, materiales y software. En esta dirección también deberían apuntar las políticas TIC y la política de desarrollo productivo, porque no hay óptima industria de ‘software’ sin óptima industria de ‘hardware’.
La economía colombiana no ha madurado. El desarrollo industrial se quedó en sus etapas tempranas, y la industria sobrevive por incentivos perezosos y no por su productividad y eficiencia. También la agricultura vive de los subsidios y es de las menos productivas de América Latina, según un estudio reciente de Fedesarrollo. La actividad representa solo el 6,5 por ciento del PIB.
Finalmente, la dependencia tecnológica en bienes y servicios de punta y otros sectores intensivos en conocimiento es pasmosa, y es su mayor debilidad estructural y que impide crecimientos sostenidos del PIB por encima del 5 por ciento.
Si Colombia viviera un cerco económico y tecnológico como el de Venezuela, podría hacer algo más para autoabastecerse. Sin embargo, en poco tiempo caería en un paro productivo por su alta dependencia tecnológica.
El caso de Brasil es diferente de los anteriores. Se trata de un país que se ha convertido en potencia energética, no solo por la cantidad de petróleo disponible, sino por las capacidades que en torno a él y a otras fuentes de energía ha generado en materia de desarrollo productivo, investigación y emprendimiento.
Brasil desarrolló ciencia y tecnología para explorar y extraer petróleo en aguas profundas –es líder mundial–, construir plataformas marítimas y buques de gran tamaño para llevar el petróleo que exporta, y construyó una potente cadena petroquímica.
Basta con ver el parque tecnológico de la Universidad Federal de Río de Janeiro, que está dedicada a investigación asociada con la producción de petróleo, otras fuentes de energía y actividades afines. Ahí están asentadas cincuenta y ocho empresas, entre grandes, pymes y ‘start ups’. Entre otras, están Petrobras, Siemens, General Electric, Schumberger, Dell y Halliburton.
Entonces, en Brasil la maldición no fue el petróleo como producto, sino la corrupción en torno al petróleo. A los desvaríos ideológicos, el retroceso institucional, la crisis política y la crisis de la economía internacional del 2008 se sumó la corrupción de la gigante Odebrecht. Por supuesto, esta combinación de factores ha afectado la agenda de proyectos estratégicos del sector.
Aun así, es posible decir que si Brasil sufriera un aislamiento internacional, tendría muchas más capacidades que Colombia para autoabastecerse porque tiene la estructura productiva y de ciencia y tecnología más avanzada de América Latina.
La construcción de capacidades productivas y de conocimiento toma muchas décadas, pues implica un cambio cultural, político y de modelo económico. Solo las naciones que lo logran, las más innovadoras, pueden sobrevivir y desarrollar autosuficiencia.
La teoría y la experiencia de muchas economías muestran que la bendición de los recursos naturales se convierte en milagro si los subsidios y la acumulación se desplazan a nuevas actividades productivas, empezando por la diversificación e industrialización del recurso natural.
Fuente:
Casa Editorial El Tiempo. (s.f.). Petróleo: ¿bendición o maldición? Recuperado 12 agosto, 2019, de https://www.portafolio.co/internacional/petroleo-una-bendicion-que-puede-acabar-en-maldicion-531905