Durante mucho tiempo, Pigmalión había estado esperando a la mujer de sus sueños. A una compañera que encajase con su ideal de perfección. Pero no existía, así que decidió crearla: volcó en el marfil todas sus exigencias y acabó esculpiendo en piedra a quien él consideró la mujer perfecta. De tanto admirar la escultura, acabó enamorándose de ella. La contemplaba durante horas, le hablaba y le lloraba. Y, aunque vivir enamorado de un objeto inanimado habría sido un final merecido, lo cierto es que Afrodita, la diosa de la belleza y el amor, atendió sus súplicas y convirtió a la estatua en una mujer de carne y hueso: así cobró vida Galatea.
Los primeros experimentos que demostraron la existencia de este efecto se realizaron en el ámbito educativo. Rosenthal y sus colegas probaron que, si los profesores esperaban un rendimiento mayor por parte de los alumnos, entonces el rendimiento de los niños mejoraba. Al inicio del curso, se les dio a los maestros un listado de nombres de alumnos brillantes. Aunque las pruebas iniciales habían demostrado que estos niños tenían unas capacidades dentro de la media, al final de curso quienes aparecían en esa lista habían tenido un rendimiento mayor que el resto de sus compañeros. Las expectativas de los maestros influyeron en sus alumnos. Este estudio fue el primero que apoyó la hipótesis de que la realidad puede verse influida por lo que las personas esperan de ella.
Aunque el grueso de la investigación se ha llevado a cabo en el entorno educativo, estas conclusiones sirven también para el laboral, donde el objetivo es aumentar la productividad y conseguir que cada empleado alcance su máximo potencial. En este caso, como en el del colegio, el truco está en confiar en la capacidad de los trabajadores de alcanzar buenos resultados. “El efecto Pigmalión es uno de los recursos que pueden ayudar al gerente a administrar una organización de manera adecuada. Los hallazgos demuestran que puede contribuir a mejorar la gestión organizativa y formar parte de las herramientas que pueden llevar a una organización al éxito”, se puede leer en la investigación The Pygmalion Effect: Importance in an Organizational Management.
¿Cómo puede alcanzarse este objetivo? Modificando la actitud de quienes están al mando. Un ejemplo es el contagio de emociones, que se transmiten de jefes a empleados e influyen en la productividad del grupo. Durante su última investigación, Daniel Goleman, psicólogo, antropólogo, periodista y una eminencia de la inteligencia emocional, encontró que, de todos los elementos que afectan al rendimiento final, la importancia del estado de ánimo del líder y sus comportamientos son muy relevantes.
De la misma forma, los jefes influyen sobre la productividad de sus empleados con las etiquetas que les ponen. “Los mensajes que se envían son importantes para el rendimiento de los trabajadores. Tanto los que se transmiten abierta y directamente, como los que se transmiten con lenguaje no verbal”, detalla Diana Navarro, psicóloga laboral. Entonces, conocer los detalles de este efecto puede ayudar a mejorar la gestión que los jefes hacen de sus equipos. Las expectativas que se depositan en los empleados pueden condicionar su forma de trabajar y las posibilidades que tiene de ascender.
- Así funciona
Es un error creer que este efecto se consigue por ciencia infusa. No es solo el hecho de creer que alguien va a ser productivo lo que hace que se cumpla. La clave para saber por qué funciona está en la conexión que existe entre el pensamiento y el comportamiento. Cuando el jefe de un equipo cree que quien tiene delante es más capaz de conseguir sus objetivos, es muy probable que oriente su comportamiento en esa misma línea. Es decir, es posible que deposite su confianza en él, que le asigne tareas que supongan retos y que le dé espacio para demostrar su valía. Esto hace que la motivación del trabajador aumente y que, finalmente, acabe convirtiéndose en el empleado productivo que su jefe esperaba. Lo que en psicología social se llama profecía autocumplida.
Pero también tiene su lado oscuro. Si el mensaje que se manda al empleado va en el sentido opuesto, los comentarios o las acciones del jefe pueden socavar su confianza, lo que hace que el trabajador se autolimite. Una vez más, las etiquetas que se pone a los empleados condicionan su potencial. Por eso, Ryan W. Quinn, profesor asociado de liderazgo de la University of Louisville College of Business, anima a repensar las expectativas que se han depositado en los empleados y a elevarlas siempre que sea razonable. Eso implica analizar con detenimiento el comportamiento de los trabajadores respecto a distintas tareas y plantearse cuestiones como: “¿Qué etiquetas utilizo normalmente cuando pienso o hablo sobre cada empleado? ¿Qué tienen en común los grupos que he etiquetado como de bajo rendimiento?”. La tendencia general es apuntar más alto de lo esperado inicialmente. Pero también con esto hay que tener cuidado. Cuando las expectativas son tan altas que no son realistas, pueden aumentar la presión y el estrés y generar el efecto contrario
Fuente: Retina El Pais