A principios de octubre asistí a la conferencia que el experto en la evolución política y cultural de Internet y profesor de la Universidad de Harvard, Jonathan Zittrian, impartió en el South Summit 2018 celebrado en Madrid. El tema protagonista del foro era el impacto metamórfico de las nuevas tecnologías sobre el sistema educativo, la formación continua y todos los procesos sociales, productivos y cognitivos que van asociados.
En tal sentido, el punto de arranque de la tesis de Zittrian se fundamentó en hacer una revisión crítica de la noción de propósito en la perspectiva empresarial para desgranar cómo el mundo de la educación y la formación debe enseñar a extraer lo más prometedor del cambio tecnológico al mismo tiempo que también debe aprender a descartar de sus lecciones los malos hábitos, mitos y medias verdades que corren parejos a ese cambio para, en definitiva, erradicar todo lo que lesiona una dirección de progreso para la inteligencia. La conclusión de Zittrian fue que la nueva educación, amante y amado de las nuevas tecnologías, debería ser el vicario que gobierne el propósito de la economía y no a la inversa.
El propósito es un ingrediente discursivo que cada vez va ganando más centralidad para reformular la visión de las organizaciones y sus modelos de negocio, y con el que coincido en cuanto al poder de movilización que puede provocar en un colectivo humano de cara tanto a la orientación ética que este pretende asumir como al ADN social que desea cultivar en el propio seno de su organización. Pero es evidente que respetar el discurso elevado que se comunica a través de un propósito declarado exige disciplina y rigor, especialmente para que este no sea tergiversarlo por las acciones. Para muchos especialistas en cultura empresarial, la prueba forense que certifica si una empresa posee un propósito es si este funciona bidireccionalmente, es decir, si está articulado para satisfacer tanto la necesidad del cliente externo como del interno (lo cual permite también separar esta noción de esa otra que es la responsabilidad social de la empresa).
Por consiguiente, la palabra propósito designa un mensaje emocional, inspirador, trascendente y comprometido en valores con el que una empresa dota de sentido no solamente la aportación material que hace al mundo, sino el hecho mismo de su existir (de modo que conecta tanto el trabajo intelectual que combina como la producción que genera con la mejora de la sociedad y el bienestar de personas, familias, instituciones y países).
El propósito, de un modo u otro, debe generar sentimientos e imágenes vitales, optimistas, esperanzadas y moralmente ejemplares para que tanto los hipotéticos empleados de la empresa en cuestión como el conjunto del mercado lo interpreten como parte de un viaje iniciático, una especie de sustitutivo de la fe para que tanto los trabajadores como los accionistas e inversores visualicen que hay un recorrido que se debe acometer y que culmina en una meta común, situada más allá de lo cotidiano y de lo que puede ser inmediatamente hecho carne con la forma de resultados tangibles. Desde la óptica de la psicología, el propósito estaría vinculado con la concepción del amor, aceptando una obligación de carácter ascendente del tipo amor por la ciencia y el conocimiento, amor por el progreso económico, hasta llegar al amor por la humanidad.
En el trasfondo de esta mentalidad de propósito se halla cuidadosamente atornillada una sintaxis esencial: el porqué. Exige plantearse aspectos tales como ¿por qué ocupo el lugar que tengo en el trabajo en el que estoy? o ¿por qué he fundado la empresa que dirijo? La respuesta que se obtenga sería solo la primera llave que tiene que llevarnos a un segundo porqué y después a un tercero. El caso es que las personas que piensan en los términos de los significados que comunican sus acciones para el Otro (personas para las que la satisfacción de sus trabajos aparece al obtener el reconocimiento de los demás) suelen ser más flexibles cognitivamente, lo que permite que se adapten mejor a las adversidades (puesto que siempre conservan para sí el sentido simbólico que contiene el discurso).
En el torbellino mediático y político en el que anda gestándose la ideología de la Cuarta Revolución Industrial es fácil revelar el deseo prometeico de tener entre manos una nueva magia que supuestamente nos regalará una mayor libertad creativa con la que disfrutar de casi infinitas posibilidades de autorrealización. El paradigma con el que operan las empresas más influyentes de nuestros días maneja la ambición de imaginar un futuro muy detallado pero que todavía no está, resucitando así el significado del impulso utópico. El hastío y el consiguiente distanciamiento incrédulo con respecto al lenguaje de los partidos políticos que se extiende por la ciudadanía mundial hacen realidad la transferencia de expectativas hacia el papel renovador que las tecnologías y empresas por nacer supondrán para la transformación del mundo. Y es por ello que la decisión de funcionar con o sin propósito para cualquier organización contemporánea está adquiriendo rango estratégico.
En otra conferencia reciente a la que pude asistir, Yusuf Mehdi, vicepresidente corporativo de dispositivos y vida moderna de Microsoft, evocó la era del propósito que experimenta su compañía, fundamentada en inventar el futuro de la productividad (un futuro encarrilado en cuatro significantes: garantía de conectividad integral, vivir inteligentemente, evitar cualquier fricción a la creatividad e impulsar el flujo de la movilidad). En este caso me pareció como si Mehdi concediera al propósito una naturaleza formal, como encarnación bis de la carta magna de un país: perdurable y a la vez cambiante a modo de ente comunicativo omnisciente de las problemáticas urgentes que hay que resolver y de los saltos que hay que procurar dentro de las sociedades.
Bajo esa lógica, Microsoft focaliza el salto en proteger un bien tan escaso como es el tiempo y la utilidad de la atención de cada profesional. Así, esta visión retroalimenta su relato histórico de generar herramientas eficientes, pero estando ahora al servicio de evitar las interferencias y distracciones que suponen las redes sociales, la sobrecarga informativa y la ubicuidad de los teléfonos conectados cuando se intenta desarrollar el trabajo de cada uno, emergiendo la aspiración de ayudar a que los empleos del mañana sean un proceso cada vez más social, lúdico y breve.
Este sencillo ejemplo permite reconocer que el propósito empresarial ha llegado al estadio de tótem que cohesiona las esperanzas de la tribu-empresa, generando la certidumbre que esta necesita sobre la función que seguirá desempeñando el día de mañana, exorcizando el miedo no a lo desconocido sino ante la probabilidad de no alcanzar lo nuevo, y permitiendo que no se apague la chispa con la que captar la luz al final del túnel. A mi modo de interpretarlo, el lenguaje de las emociones y los estados de ánimo será el marcador diferencial de la Cuarta Revolución Industrial.
Fuente: Retina El Pais