Medir es la base del conocimiento. Medimos para saber, para dominar, para imaginar. La relación íntima entre medición y poder es profunda, de raíces filosóficas, pero anclada en la capacidad del ser humano por controlar la naturaleza. La primera dominación es la medición.
Por esta razón, distintas formas de definición de la longitud, el peso, el tiempo, entre otras, se han adoptado a lo largo de la historia. Inicialmente el hombre utilizó las dimensiones del cuerpo para definir patrones de medidas de longitud, como el pie, la palma o los brazos. Con el tiempo, las partes del cuerpo para medir fueron reemplazas por herramientas como barras y palos en la edad media; sin embargo, las medidas eran diferentes entre lugares e incluso en las mismas ciudades.
No es ajeno a que fuera en la Revolución Francesa cuando se hizo frente a los desafíos considerados necesarios para los nuevos tiempos, y se nombraron Comisiones de Científicos para uniformar los pesos y medidas, entre ellos la longitud. La revolución de las ideas iba de la mano de la revolución de las medidas y de los datos que podemos obtener con ellas. Bella metáfora. Medir para pensar e imaginar.
En 1790 la Académie des Sciences decide establecer una unidad para medir la longitud que llamará metro (del término griego metron, que significa medida) y que se debía basar en algún hecho de la naturaleza. Esto permitiría que sea aceptado por todas las naciones. Entre otras alternativas, se decidió que fuera la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano terrestre.
El dato es conocimiento estratégico
Convertir la información (el dato) en conocimiento es la base del progreso y también de la geopolítica actual. Como afirma Martin Hilbert, uno de los mayores expertos sobre Big Data del mundo: “Las nuevas guerras no van a ser sobre petróleo. Ocho de las 10 compañías más valoradas en el mundo son de tecnología digital. Hoy ya son más valiosos que las petroleras. Entonces los datos son el nuevo petróleo. Y el que tiene el control sobre los datos, controla el país”. Otro ejemplo lo vemos en las recientes y contundentes declaraciones del presidente de Brasil, Jair Bolsonaro: “La Amazonia es nuestra; los datos de deforestación son falsos”. La lucha por los datos y su interpretación es la nueva geopolítica. Una nueva vuelta de rosca a la tesis de los hechos alternativos de Donald Trump.
La sociedad sensorizada (observada, fiscalizada) y conectada (disruptiva con la inteligencia artificial) provoca que el volumen de datos se multiplique de manera inimaginable, generando un caudal de información que conlleva nuevas relaciones causales y, en consecuencia nuevas preguntas, que nos llevan a cuáles podrían ser las mejores respuestas interpretativas, explorando vínculos ocultos y dependencias o correlaciones no siempre evidentes. Ahí está el nudo: descubrir nuevos por qué (y qué relación hay entre los datos) para actuar con mayor eficacia.
La información es poder y este se transforma y cambia de manos, como señala Moisés Naím en su libro El fin del poder: “El poder se está dispersando cada vez más y los grandes actores tradicionales (gobiernos, ejércitos, empresas, sindicatos, etcétera) se ven enfrentados a nuevos y sorprendentes rivales, algunos mucho más pequeños en tamaño y recursos”. Y, al mismo tiempo y paradójicamente, las grandes corporaciones tecnológicas concentran un poder excesivo fuera ya del alcance efectivo de la regulación (casi siempre de ámbito nacional, irrelevante para estas transnacionales digitales) y sin capacidad intimidatoria (las multas recientes a Facebook y Google de la Comisión Federal del Comercio (FTC, por sus siglas en inglés) son simples cosquillas para estos gigantes económicos).
Datos, campañas electorales y democracia
Los datos cambian nuestra percepción de la realidad, definen y modifican el conocimiento que tenemos de nuestro perímetro vivencial más cotidiano y del marco general en el que somos y estamos, ofreciéndonos una visión macro o micro de los aspectos que nos definen como sociedad. Maneras de ver, maneras de pensar. Los datos se transforman en previsibilidad estratégica. Y conocer una determinada realidad, patrón, tendencia… nos permite prever, decidir e incidir. Para ello, el modo en que se presentan los datos, la manera de comunicarlos es clave.
En el ámbito de la comunicación política y electoral el desafío es creciente. Las campañas electorales se están reduciendo, cada vez más, a choques entre capacidades tecnológicas basadas en datos, segmentación, predicción y eficacia comunicativa. La datacracia impone sus reglas competitivas en una democracia que, ingenuamente, sigue creyendo en el libre albedrio de la gente. No es cierto, la condicionalidad de nuestras opiniones y emociones está siendo fuertemente asaltada por una capacidad tecnológica capaz de conocernos, predecirnos y anticiparnos como nunca habíamos imaginado.
El choque entre algoritmos e ideas está servido. La competencia electoral es ya, decididamente, una competencia digital de enormes consecuencias políticas y, también, democráticas. De los programas (de propuestas políticas) a los otros programas, los tecnológicos, con los cuáles podemos dirimir contiendas electorales con nuevas capacidades. No todas transparentes, y muchas de ellas bordeando el margen entre lo legal y lo no prohibido.
Fuente: Infobas