Suele decirse que las sociedades van muy por delante de los parlamentos en los que delegan sus capacidades de organización y decisión. Es así, además en temas variopintos: de hecho, por lo general las leyes van a rebufo de lo que está en las calles… y cuando no es así, cuando tratan de imponer algo que no está ya bendecido por el uso o la costumbre, el circuito se traba. Obviamente dentro de esta máxima, hay grados. Porque, al fin y al cabo, no es lo mismo tener una opinión formada (y por lo tanto atreverse a legislar) sobre la idoneidad de adoptar otro huso horario al actual, que saber las implicaciones científicas y éticas que emanan de la posible manipulación genética de un ser humano. Sin ser lo primero desdeñable, estaremos de acuerdo en que lo segundo -si no se quiere opinar desde el dogmatismo o la ignorancia- tiene un mayor calado y exige un conocimiento especializado que, en la mayoría de los casos, los políticos no tienen (ni están obligados a tener).
Es aquí donde cobra relevancia la figura del asesor científico. Un papel cuya historia podemos rastrear muy atrás en el tiempo, aunque en nuestro país no exista actualmente. Porque… ¿qué otra cosa era el alquimista Edward Kelley en la corte de Rodolfo II en Praga, sino un consejero en ciencias? Claro que en el siglo XIV las búsquedas eran distintas y la obsesión por la piedra filosofal desviaba a veces la atención. Pero fueron estos astrónomos, físicos, matemáticos y alquimistas quienes ayudaron a poner las piedras sobre las que se asentaría después la ciencia moderna. Para ello hizo falta la financiación de sus experimentos por parte de los reyes y un caldo de cultivo social dispuesto a admitir los cambios.
En varios parlamentos del mundo ya existe un organismo formado por científicos encargado de asesorar a los políticos que además puede ser consultado de manera periódica por distintos temas. En España, sin embargo, no lo hemos desarrollado. Y esta ausencia se nota, en especial cuando se trata de legislar sobre temas complejos relativos a ciencia o tecnología. Para intentar paliar esta situación -e incluso revertirla si es posible- un grupo de científicos ha puesto en marcha el proyecto Ciencia en el Parlamento, una iniciativa que tiene como objetivo que la ciencia y el conocimiento científico sean cada vez más importantes en la formulación de propuestas políticas. Para lograr este fin, es importante que los responsables políticos y el sector de la ciencia, la tecnología y la innovación en España mantengan contactos regulares. Y una buena forma de comenzar es el primer evento #CienciaenelParlamenteo que se celebrará durante dos jornadas en el mes de noviembre y durante el cual expertos y políticos intercambiarán ideas sobre materias tan importantes como urbanismo, envejecimiento, robótica, ciberseguridad o medio ambiente entre muchas otras.
Para Andreu Climent, cardiólogo y uno de los fundadores de Ciencia en el Parlamento, el objetivo último es conseguir que el método científico se instale en la toma de decisiones de los políticos, algo que en la actualidad no ocurre. De ahí que, de forma retórica, se pregunte “¿qué pasa a la hora de diseñar una ley sobre cómo la inteligencia artificial debería implantarse. O sobre cómo la protección de datos debería estar utilizándose, o sobre el útimo avance genético para que nuestro país sea el primero que pueda tener ciertas terapias”. La respuesta, para él, parece obvia: “es el poder legislativo, el parlamento, el que tiene que prever que eso va a pasar y preparar las leyes de forma que podamos de verdad adaptarnos a un sistema en el que la tecnología y el conocimiento va avanzando”. Y avanzan, cabría añadir, a toda máquina y con una fuerza que terminará por llevarse por delante cualquier institución que no sepa cómo adaptarse a estos cambios.
Fuente: El es Apasionante El Pais