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Tú estás en el océano trabajando intensamente. Tienes una pequeña barca con remos. Has decidido que quieres ir hasta cierta isla lejana. Ese es tu objetivo.
Como te has preparado en la escuela de remeros, eso es lo que sabes hacer: remar. Todos los días, todas las semanas, remas y remas. Y sí, poco a poco ves como esa isla que parecía lejana aparece más y más cerca. Lo estás haciendo muy bien.
Como quieres llegar más rápido, decides remar no ocho, sino diez horas al día. Es lo que mejor sabes hacer… y tu barca de remos empieza a ir más rápido. Cuando te faltan unos mil metros para llegar (¡parece tan cerca!) estás un poco agotado, pero sigues remando.
De pronto, sin avisar ni pedir permiso, otra barca se acerca y comienza a alcanzarte.
¡Esa barca es muchísimo más rápida! No necesariamente más grande que la tuya, pero definitivamente más veloz. ¡Eso no es posible! Te dices a ti mismo. Seguramente el hombre que rema en esa barca tiene brazos de acero; quizás es Schwarzenegger. Mientras te pasa de lado, dejas de remar un poco para ver quién es el que viene en la barca.
Pero no es Schwarzenegger. Es un muchacho mucho más joven que tú… y no parece que sea más fuerte. Si acaso, no le vendría mal una vuelta al gimnasio.
Pero eso no es lo peor. Apenas logras a verlo bien (va demasiado rápido) pero pareciera que este muchacho… ¡no está remando! Aparentemente está leyendo el periódico mientras toma un Martini.
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El muchacho es un millonario.
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No es más listo que tú.
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No es más fuerte que tú.
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No rema más que tú.
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No rema con mejor técnica que tú.
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Su barca ni siquiera es tan grande.
En menos de tres minutos te alcanza y deja detrás. Es evidente que va a llegar a la isla antes que tú. Y sin sudar una gota.
¿Cómo es esto posible? Seguramente está haciendo trampa.
Primer cambio. Remar más.
¡Eso no puede quedar así! Te dices a ti mismo. El mundo es injusto y yo quiero llegar a la isla.
“Mis padres me dijeron que podría llegar a la isla que yo quisiera. Sé que puedo lograrlo. ¿Y por qué no habría de lograrlo? Yo merezco el éxito y la riqueza. Ese muchacho no es mejor que yo”.
Así que estás decidido: ¡a la isla!
Ahora sí que vas a poner toda la carne en el asador. ¡A remar más rápido! Y no solo diez, sino doce horas. Más fuerte, con más decisión, con más concentración. Puedes hacerlo. Tu barca empieza a caminar un poco más rápido. Pero ahora (¿a qué hora pasó esto?) no estás solo en la barca. Ahora hay una familia. Tienes también dos hijos. Tu barca pesa un poco más.
Pues ¿qué más se puede hacer? ¡Hay que remar más! No doce, sino catorce horas. ¡Ya lo sé! Te dices. Hay que trabajar con inteligencia y aprovechar todo mi potencial.
Así que te amarras dos remos a los pies. Ahora vas remando con manos y pies, con todo tu empeño y dedicación. ¡Lo haces por amor, lo haces por convicción, lo haces porque puedes hacerlo!
Pero lo que sucede ahora te derrumba. Allí vienen tus amigos de la infancia, en sus respectivas barcas. Te alcanzan y dejan atrás. Van como volando. Ahora todos están por llegar a la isla… y tú te das cuenta de que has estado remando en círculos.
Estás agotado, destruido. No puedes mover un músculo. Y eso no es lo peor.
Algo ha pasado con tu barca. Está dejando entrar agua. ¡Es urgente llegar a la isla! Los pies de tus hijos están mojados. Con un pie tratas de tapar el agujero mientras con las dos manos (y el pie que te queda) sigues remando furiosamente.
Eventualmente te das cuenta de que nunca llegarás a la isla. Solo queda una opción. Mantener el agujero apenas cubierto, y seguir remando con las fuerzas que te quedan.
Porque eso es lo único que sabes hacer. Remar.
Cada día, todos los días, otras barcas te alcanzan y dejan atrás. Eventualmente tus hijos crecen y toman algunas tablas de tu barca para hacer otras barcas. Y empiezan a remar también. ¿Hacia dónde? No importa ya. Lo que importa es seguir remando. Ese es tu destino.
En el camino te das cuenta de que algunas personas en el océano ni siquiera tienen barca. Apenas flotan en un salvavidas.
“Por lo menos estoy mejor que ellos. Tengo mi barca y sé remar. ¿Qué más puedo pedir?”
El consejo del marinero
Una mañana en que remas con la cabeza gacha, ves de reojo acercarse una barca. “Una más ¿qué importa ya?”
Pero esta barca se detiene a tu lado, y te saluda.
– ¡Hola, amigo! ¿Cómo estás?
– Bien, aquí, dándole a la remada. Ya ve como está todo. Está muy difícil.
– Pero… ¿no quieres llegar a la isla? Te veo perdido.
– Quizás algún día. Si sigo remando, eventualmente llegaré, ¿o no?
– No con esa barca, amigo –dice el misterioso marinero.
– Es la barca que me tocó. Es la que me dieron… – dices tú.
– Sí, pero puedes cambiar esa barca, si quieres.
– ¿Por otra más grande? ¿Para qué? Sería aún más agotador remar.
– Pero ¿es que no te has dado cuenta?
– ¿Cuenta de qué?
– ¡Levanta la vista!
Con trabajo, levantas la vista, y observas por fin la barca del marinero. Es una barca grande, hecha de maderas finas y labrada en oro. Es una barca preciosa.
– ¡Ja! –dices- ¿acaso te burlas de mí? Yo jamás podré tener una barca así. Además, no necesito esos lujos.
– Amigo –dice el marinero- no estás levantando tan alto como deberías. Estás viendo solo lo que se ve desde abajo. ¡Mira más arriba!
Haciendo un esfuerzo aún mayor, levantas la mirada tanto como puedes, hasta que casi te tiras de espaldas.
Oh, Dios. Esto sí que no te lo esperabas.
La barca del marinero tiene un mástil pequeño, y sobre ese mástil… una vela… Una vela. ¡Una vela!
– Ahora lo ves, amigo mío. Te deseo toda la suerte del mundo. ¡Hasta luego!
Mientras dice esto, el marinero jala una cuerda, iza de nuevo la vela y desaparece en el horizonte en pocos segundos.
Ahora está claro lo que tienes que hacer.
Segundo cambio: Construir la vela
El día se siente más fresco. Por primera vez, sientes que el viento sopla con fuerza. Hasta ahora el aire no te impulsaba; era apenas una necesidad para poder respirar. A partir de ahora, el viento te va a liberar.
Por primera vez en décadas, dejas de remar. Es hora de cambiar la estrategia.
Con un madero de tu barca y tu propia camisa, pasas la mayor parte de la mañana construyendo una pequeña vela. La vela se te cae varias veces, se te rompe y te quedas sin camisa. Pero sigues intentando.
Ese día incluso las barcas de remos te dejan atrás. Te saludan y siguen de frente, y te tienen lástima, porque no estás remando. ¿Qué va a ser de tu vida si no remas a cada instante?
No uno, sino tres días tardas en instalar una primera –y muy rudimentaria- vela para tu barca. Te has quedado casi sin madera, sin camisa y sin pantalones. Pero eso no importa.
Sientes lo que nunca habías sentido antes: tu barca se está moviendo sin que estés remando. Primero con timidez, luego con suavidad, tu barca se mueve, ¡sí, señor!
Ahora tienes tiempo y las manos libres. Empiezas a idear cómo hacer una vela más grande. Te detienes a conversar con otros marineros e intercambias tus zapatos por más tela. Ahora tu barca camina más rápido. Muchísimo más rápido.
Antes de que te des cuenta… has alcanzado la isla que soñabas.
Ayer parecía imposible. Ahora lo hiciste en tiempo récord. En la isla descansas, disfrutas y consigues una camisa nueva. Y más tela.
Más allá de la isla
Solo hasta que has llegado a la isla te das cuenta de que, si subes a la montaña, el océano es vasto y hay muchas islas más lejanas y más grandes.
¡En la isla conoces a más marineros! Todos ellos han descubierto el secreto. Sus barcas tienen velas y pueden ir a donde ellos quieran.
A los pocos días estás de vuelta en tu barca. Ahora tiene una vela mucho más grande y estás pensando en ponerle dos. Tiene madera más fuerte, mayor tamaño y hasta algunas comodidades.
Aún le dedicas una semana a construir una barca mejor; pero no tienes que remar todo el día, y puedes dedicar tiempo a tus hijos.
Por fin te lanzas al mar, en busca de una nueva isla. Tu barca es tan grande que incluso das trabajo a varias personas. Seguramente tienes que dirigir el timón, y alguna vez remar, si fuera necesario. Pero sabes que día y noche, en cualquier momento, tu barca sigue caminando porque no depende de tus brazos, sino de algo mucho más poderoso, y que está allí para todos: el viento.
Tú no empujas tu barca. El viento lo hace. Tú solo tomas el timón. No estás rompiendo ninguna regla. A contrario: ahora conoces la otra regla: la de los ricos.
Una mañana en que flotas rumbo a una nueva isla, te encuentras en medio del océano a un hombre moribundo en una pequeña barca de remos. Está remando con todas sus fuerzas, pero es evidente que no puede más.
– ¡Amigo! –le dices – ¡puedes cambiar esa barca si quieres!
Las reglas de los ricos
La parábola es clara.
Los pobres no tienen barcas.
La clase media tiene barcas de remo.
Los ricos tienen barcas de vela.
Esa es la regla de los marineros.
Para poder hacerse rico, el marinero de la historia tuvo que abandonar lo que le habían enseñado -¡trabaja, trabaja, trabaja!- y emplear su creatividad en construir una barca con velas suficientemente fuertes para llevarlo a dar la vuelta al mundo entero.
Los pobres están desesperados tratando de mantenerse a flote; no pueden ver las velas de las barcas; y solo sufren cuando estas pasan cerca.
La clase media tiene sus propias barcas de remos, y con la mirada baja se dedican a remar sin detenerse, seguros de que ese es el camino hacia la isla. Están perdidos y agotados en una carrera que nunca podrán ganar.
La clase media es experta en remar. Toman cursos para remar mejor; buscan remos más grandes. Ejercitan sus brazos constantemente. Y reman hasta morir –literalmente- de agotamiento.
En esta parábola el océano es el mundo; el aire es el dinero.
Todos necesitan el aire para vivir. Pero mientras algunos lo usan solo para eso –para sobrevivir, otros lo usan para impulsarse y llegar más lejos.
Quienes no tienen una barca –aunque sea de remos- no pueden decidir a dónde ir. Es gente sin libertad que no puede ver más allá de unos pocos metros, que se deja llevar por las olas, las mareas, las corrientes, los remolinos. A veces se sumergen, por agotamiento, y sacan la cabeza solo para respirar un poco.
Quienes sí tienen una barca de remos –la clase media- tienen cierta libertad, seguridad y autonomía. Sin lugar a duda, están mejor que los que flotan sin barca. Pero esta barca tiene serias limitaciones, pues solo puede moverse a través del trabajo directo de su dueño.
Si el dueño descansa. Si el dueño duerme. Si el dueño toma vacaciones. Si el dueño se enferma… la barca se detiene y empieza a flotar a la deriva.
Las deudas –el agua que entra a la barca- no hacen sino hacerla más pesada, más lenta, y distraer a quien empuja la barca; quien tiene que tapar el agujero con una mano y seguir remando con la otra. Además, si no se controlan o eliminan, acaban por hundir la barca.
Las personas que tienen barcas de vela, por su parte, están en otro nivel. Se mueven más rápido; pueden ir más lejos; tienen más tiempo libre y mayor capacidad de decisión. También pueden tomar riesgos y cambiar de rumbo si es necesario. Tienen tranquilidad y, más que nada… tienen un viento que siempre los empuja. Ellos no son remadores; son capitanes y han tomado el timón de su barca.
La barca sigue andando rumbo a la isla. Aunque el capitán descanse; duerma o esté enfermo. Aunque el capitán juegue al golf o al ajedrez; la barca sigue adelante.
El capitán no puede desaparecer del todo. Es él quien lleva el timón; el que dirige las velas; el que da las órdenes y la estrategia para mantener la barca en buen estado. El capitán cuida su barca, porque la barca lo cuida a él.
En el mundo de los que tienen barcas, hay barcas de todos los tamaños. Hay barcas de velas pequeñas y discretas. Hay barcas de velas gigantescas, trasatlánticas. Las hay de madera y las hay bañadas de oro. Hay barcas que están a nada de parecer aviones.
En cualquier caso, una barca de velas, por más pequeña que sea, siempre llegará más lejos que una barca de remos.
Fuente:
Pimentel, F. G. (2020, 26 octubre). ¿Por qué los ricos se hacen más ricos y tú sigues sin llegar a quincena? Recuperado 27 de octubre de 2020, de https://www.entrepreneur.com/article/358433