“¿Qué va a tomar?”, te pregunta el camarero. Y antes de que te de tiempo a preguntarle por la carta, ya está disparando a bocajarro -y sin tragar saliva- su amplia oferta. “Tenemos calamares en su tinta -muy ricos-, gambas a la plancha, boquerones, tortillitas de camarones, besugo al horno, merluza en salsa verde, dorada a la sal, jureles, salmonetes, cazuela de pescado, rodaballo fresco, jibias en salsa de almendras, bacalao al pil-pil, atún con pimientos rojos, marmitako, paella de marisco, arroz negro y arroz con bogavante.”
Si llegado a este punto tienes un lío de aúpa y no sabes qué pedir, es normal. En situaciones así tu cerebro sufre sobrecarga de opciones, un fenómeno estudiado por el Instituto Tecnológico de California (CalTech) que hace que te cueste horrores elegir cuando te enfrentas a demasiadas opciones. Hasta el punto de que, en ocasiones, ni tan siquiera eres capaz de tomar una decisión. Prefieres irte con las manos (o las tripas) vacías.
Que una oferta excesivamente amplia causa este efecto se demostró por primera vez hace dos décadas. En un supermercado, los investigadores colocaron una oferta con 24 muestras de mermeladas diferentes unos días, y solo 6 otros. Cuando había dos docenas de confituras, los clientes se acercaban más a catar e informarse. Pero compraban diez veces menos que cuando solo había 6 sabores a escoger sobre la mesa. La sobrecarga de opciones les frenaba.
Sin embargo, hasta ahora se desconocían los mecanismos cerebrales que lo justificaban. Colin Camerer se ha encargado de disipar todas las dudas. Para ello, este profesor de economía conductual diseñó un experimento en el que le pidió a varios participantes que escogieran una imagen entre 6, 12 o 24 fotos de paisajes para decorar una taza de café. Y, mientras se decantaban por una u otra, analizó sus seseras usando un escáner de resonancia magnética funcional. Ayudado por colegas de la Universidad Pompeu Fabra y el Instituto alemán para la Investigación Clínica del Cerebro en Grüneburgweg.
Así pudo comprobar que, a la hora de escoger, se ponían en marcha dos regiones. Por un lado, la corteza cingulada anterior, que sopesa los costes y los beneficios de cada alternativa. Por otro lado, el estriatum, encargado de calcular el valor de las cosas.
Además, y aquí es donde viene lo interesante, demostró que ambas áreas cerebrales eran mucho más activas cuando había exactamente 12 opciones, y se apagaban cuando se daba a elegir entre 6 o 24 imágenes. Es decir, que una docena era el número más equilibrado, en el que el esfuerzo mental compensaba la recompensa. “Doce no es un número mágico, es el número de nuestro experimento”, dice Camerer, que calcula que el número de opciones ideal, el que no nos causa estrés cerebral, está entre 8 y 15, según la dificultad de valorar las opciones y las características individuales de cada sujeto. Por encima de esa cifra, decidir puede resultarnos bastante frustrante.
No obstante, Camerer también reconoce que como consumidores nos encanta tener decenas de mostazas, de tabletas de chocolates o de pastas de dientes entre las que elegir (con variados sabores, texturas, propiedades, condimentos…), Porque “nos hace sentir más libres”, ignorando que la toma de decisiones puede convertirse en una tortura para nuestra mollera.
Fuente: Tecnxplora