Tomar la temperatura de una persona es tarea fácil: se coloca un termómetro bajo la lengua y se espera a que alcance un valor alrededor de los 37°C. Esta única medida integra el calor generado por los aproximadamente 30 billones de células del cuerpo humano. La difusión del calor establece la temperatura corporal, a la que los diferentes tipos de células contribuyen en distinta medida.
Para conocer de verdad cómo se regula la temperatura corporal en los seres vivos hay que fijarse en cada célula. Pero a pesar de que en la última década se ha mejorado tremendamente la capacidad para observar de cerca las interacciones moleculares, los científicos han tenido que afanarse en desarrollar instrumentos que midan con exactitud las propiedades térmicas de una célula desde el interior.
Un nuevo estudio acaba de subsanar esta importante deficiencia. Por primera vez se ha medido dentro de las células humanas la conductividad térmica, esto es, la velocidad a la que transfieren el calor. En un artículo recién publicado en Science Advances, se utilizaron sensores diamantinos diminutos que liberan calor a la vez que lo miden para demostrar que se disipa en las células mucho más lentamente de lo esperado. Para Madoka Suzuki, biofísica de la Universidad de Osaka en Japón y coautora del artículo, «fue muy sorprendente para nosotros y para otros de nuestro campo». Dado que el líquido intracelular es mayoritariamente agua, siempre se había dado por hecho que transmitía el calor como el agua, pero resulta que lo hace unas cinco veces más lento, como si se estuviera disipando en aceite. Suzuki comenta que, hasta ahora, «nadie conocía esta propiedad básica de las células vivas sin cuya valoración no podíamos modelizar los cambios de la temperatura celular».
Según el físico de la Universidad Harvard Mikhail Lukin, que ha desarrollado sensores para explorar la temperatura intracelular pero que no trabajó en este proyecto, «son unos resultados fascinantes que hay que conocer mejor. Si se confirman, sería bastante trascendente».
Estos hallazgos ayudarían a resolver un gran misterio sobre la temperatura celular que ha desconcertado a los biólogos: la existencia de picos térmicos hiperlocalizados. Se han descrito diferencias transitorias de algunos grados Celsius de un punto a otro dentro de una célula, un espacio cuyo diámetro oscila entre 5 y 120 micrómetros en los humanos (entre el tamaño de las heces de un ácaro del polvo y el del propio ácaro). Un estudio de 2018 incluso defendió que las mitocondrias, bombas energéticas intracelulares con forma de comprimido, funcionan a unos achicharrantes 50°C.
La idea de que las células puedan albergar gradientes de temperatura tan grandes es sorprendente porque, en un espacio tan minúsculo, un incremento térmico abrupto debería disiparse bastante rápido. Pero los resultados han sido contundentes, dice Luís Carlos, nanocientífico de la Universidad de Aveiro, que estudia la termometría intracelular pero que no participó en el nuevo estudio. «Creo que los resultados experimentales de los últimos cinco años apuntan sin duda a la existencia de fluctuaciones térmicas intracelulares.»
En el nuevo trabajo, Suzuki y su equipo se basaron en la novedosa técnica de Lukin para crear un sensor de fluorescencia con nanodiamantes sobre un polímero liberador de calor. Los cambios de temperatura locales expanden muy ligeramente las imperfecciones del nanodiamante, lo que altera su fluorescencia cuando un láser incide sobre él. Según Lukin, este método es mucho más estable que otros tipos de sondas porque los diamantes son muy inertes.
Suzuki afirma que la conductividad térmica identificada en el nuevo trabajo explicaría los pequeños picos de 1°C, aunque no la enorme oleada calorífica de las mitocondrias. También propone que quizá actúen como un sistema de señalización intracelular desconocido hasta ahora. Por ejemplo, un pulso de calor podría decir a las proteínas que se plieguen o se desplieguen, que realicen ciertas reacciones enzimáticas, o repercutir en los canales que regulan la concentración del calcio en los músculos.
Suzuki y Lukin coinciden en que todavía queda mucho por investigar para precisar la existencia real de estos gradientes y, si es así, cómo se generan. Para Lukin, «este sorprendente problema nos genera mucha confusión y tenemos que resolverlo. Lo más novedoso para mí es que contamos con esta nueva herramienta para responder dicha cuestión biológica».
Fuente: investigacionyciencia.es