Nuestro Sol morirá, como las estrellas de su tipo, creciendo, dilatándose, hasta llegar incluso a alcanzar la Tierra. Se convertirá en esa fase de su evolución en una estrella gigante roja, para luego dejar una pequeña y tenue pero duradera marca en el espacio cósmico llamada estrella enana blanca. Así que hay fenómenos en la naturaleza que anuncian su final con el gigantismo.
¿La megalópolis contemporánea podría ser una hinchazón desmesurada precursora del final de un elemento fundamental de la civilización? Y es que la ciudad ha roto su milenario confinamiento entre murallas y se ha desbordado sin contención por el espacio. Sin la revolución de los transportes habría sido imposible tal expansión ni, a la vez, el mantenimiento de la cohesión de un poblamiento derramado.
Hasta ahora la ciudad ha superado la amenaza de desmoronamiento, debida a la dificultad de soportar una población aglomerada en un breve espacio, con un tejido sucesivo de redes: red de abastecimiento, de transportes, de alcantarillado, red eléctrica, red de comunicaciones… Y ahora, la más capilar y densa de todas: la red digital. Con ella y con el concurso de desarrollos tecnológicos entrelazados, como internet de las cosas, macrodatos, inteligencia artificial…, anima a pensar en una ciudad que pueda reaccionar al reto de no colapsarse ante la complejidad de la vida urbana. Pero quizá es una ilusión para velar así los síntomas de disfunción que se están manifestando.
Paradójicamente es la Red, en la que se confía para gestionar la complejidad urbana ante la amenaza de colapso y de pérdida insoportable de calidad de vida, la que podría introducir el germen del decaimiento de la ciudad. ¿Por qué? Porque el mundo digital nos está afectando a todos los ciudadanos y nos está haciendo experimentar el espacio y el tiempo de una manera que entra en conflicto con la percepción y uso del espacio y del tiempo en la ciudad.
Se tiene mucho al alcance, aunque cada vez menos tiempo para conseguirlo
La ciudad es un archipiélago de lugares, cada uno con sus actividades propias, y la vida en ella supone un constante tránsito de uno a otro. La concentración de esos lugares y los medios de desplazamiento proporcionan la gratificación de la proximidad, pero a costa también de una pérdida constante de tiempo para ir de un lado a otro. Así que se tiene mucho al alcance, aunque cada vez menos tiempo para conseguirlo. Pero si esta agitación y su disipación del tiempo son la contrapartida asumida por el urbanita, estas llegan a hacerse inaceptables cuando la conexión continua a la Red altera el comportamiento de las personas. Porque son dos espacios, el urbano y el de la Red, que no encajan.
Las personas se mueven constantemente entre una oferta de lugares apretados en la ciudad y disipando parte del tiempo diario en los desplazamientos. Pero hoy también están conectadas permanentemente a un espacio virtual que no tiene lugares. No hay, por tanto, distancias que salvar ni tiempo que emplear. Por eso, una metáfora oportuna para la Red es la del Aleph que nos describe Borges, esa “pequeña esfera tornasolada” en el que todo está visible en ella a la vez, y llamar entonces alefitas a quienes están conectados sin cesar a este fenómeno, en el que las cosas no tienen lugares y se alcanzan sin ninguna demora.
Así que hoy las personas se encuentran atrapadas entre dos espacios. Uno repleto de lugares por los que transitar, otro sin lugares ni distancias que recorrer. La gran ciudad es la manifestación más contundente de ese espacio que mueve de un lado para otro a los habitantes. Y la Red es el espacio virtual en el que, para instalarse, basta con señalar, mirar, hablar… En el primero, las máquinas que la revolución industrial ha proporcionado transportan al urbanita de un lugar a otro; en el segundo, una prótesis, como el móvil, incorpora al alefita a un mundo que se alcanza de inmediato.
Es muy difícil que congenien los dos espacios. Actualmente sucede que el espacio que pisamos se muestra resistente, nos tiene a todos retenidos, y convencidos de la oposición de lo real frente a lo virtual, así que no cede ante el espacio etéreo de ceros y unos, a pesar de ser este tan atractor. Pero el nuevo espacio penetra por los resquicios de nuestro tiempo ocupado, como el agua por las fisuras de la roca, y poco a poco va fracturando la actividad con saltos constantes de uno a otro espacio, y crecientes disfunciones. Es una acción disgregadora, interruptora, que anuncia la imposibilidad de mantener el guion de nuestra actividad tal como la hemos conformado en el espacio de piedra, asfalto, vehículos, horarios…, hogares, lugares de trabajo, culturales, de entretenimiento, de servicios…, cuando ya nos movemos por él como seres protéticos abducidos por un mundo inmediato, sin lugares ni distancias.
Es ya evidente esta crisis, aunque turbador y confuso el escenario de cómo será el camino —lento— de evolución del urbanita al alefita, y su forma de instalarse en el espacio y el tiempo distinta a la que la ciudad nos ha impuesto. Los alefitas serán nuevos pobladores para nuevos territorios, y quizá repobladores que ocupen de modo diferente espacios vaciados por la succión de la ciudad o que también se queden en ella para reinterpretarla… y que así perdure como un punto luminoso blanco.
Fuente: Retina El Pais